Estaba enfrente de esos hombres, mirándoles con lágrimas en
los ojos. El más grande de ellos sujetaba una pistola con su mano derecha
apuntándole. Apuntando a su corazón. Ese que un día compartió conmigo. Los demás se organizaban en un corro
alrededor del hombre, todos con una estúpida sonrisa e la cara. Él aguantaba la compostura, o eso me
pareció. De rodillas y con las manos en la cabeza fue como lo hallé. Aquellos
imbéciles no le dejaban hacer nada,
uno lo sujetaba, lo tenía
aprisionado. Tampoco él se resistía,
parecía haberse resignado, haber afrontado su futuro. Yo cada vez me sentía más
irritada. Cerré los puños sin dejar de mirarle…las
lágrimas volvieron a recorrer mi cara, pero esta vez de manera más abundante.
-
¡Dejadlo! – corrí hacía él sin ningún pudor, sin miedo de que pudieran dispararme a mí. Tan
solo quería estar a su lado. Me abracé a él.
– ¡No lo matéis!¡Por favor!
-
Anda mira – una voz salió del corro, un pequeño hombre,
viejo y feo, con las facciones muy marcadas y con pelo canento se giró hacia
mí – ¿eres su salvadora?¿acaso quieres morir también?
Todo el grupo empezó a reírse, risas estruendosas que daban
vueltas en mi cabeza. Me asusté pero no retrocedí, no iba a irme de su lado.
-
¿Estás gilipollas? Lárgate de aquí – el hombre bajito
volvió a insistir
-
Eh Rata…cállate un poco
La voz casi gutural del hombre de la pistola dejó callados a
todos. Ni risas ni cuchicheos. Todos querían obedecer a su jefe. Quizás por
miedo, quizás por respeto…lo que estaba claro es que aquel hombre imponía más
que cualquiera de los otros.
Caminó hasta mí aún con la pistola en la mano, pero esta vez
mirando al suelo.
-
¿Qué te pasa? ¿Qué haces aquí? – me dijo con voz dulce.
-
¡No lo mates!¡Yo le quiero! – mi grito desesperado se
fue convirtiendo en un hilo de voz a medida que aquel hombre se acercaba a mi
cara – por favor…hazlo por mí…
Me echó un último vistazo y se levantó de repente, dándose
media vuelta.
-
¡Así que…lo quieres! – aulló mientras daba vueltas
alrededor nuestro dando lugar a múltiples risas por parte de sus adeptos - ¿Y
crees que eso lo va a salvar?
Yo no respondí me dediqué a mirarlo con los ojos en
llamas y llorosos. Lágrimas furiosas que no paraban de caer.
-
Pues que tengas claro… - continuó mientras se acercaba
de nuevo a mí –…que por mucho que lo quieras nunca más lo vas a ver.
De nuevo todo tipo de risas que acompañaban a su líder. Cada
vez me incomodaba más esa actitud.
-
¡Matadme a mí entonces!
Incluso él que
estaba a mi lado, se giró para mirarme, abrió los ojos como platos. Todos los
demás hombres se quedaron callados también un momento, pero enseguida las risas
estruendosas volvieron a surgir.
-
Por dios, no lo hagas – me dijo él bajito al oído
Pero hice caso omiso, si aquello funcionaba al menos él estaría a salvo. De nuevo el jefe
abrió la boca.
-
¿Así que quieres morir por él? Qué bonito – el resto
del grupo de nuevo rió al oír el ingenioso comentario de su jefe. – ¿De veras
querrías morir por este perro sarnoso?
-
De hecho es lo que te acabo de pedir – insistí de
nuevo. Él me miraba horrorizado.
El grandullón me miró con asco, se giró y chasqueó los dedos.
-
Sargento, ocúpate de la chica. - dijo dirigiéndose al corro.
-
A sus órdenes señor. – la voz de un hombre del grupo,
en el que no había reparado, se acercó a mí. – vamos chica, vamos a jugar
un rato.
Y así me cogió del brazo y me levantó como si fuera una
pluma, separándome de su lado. Yo me
resistí pero no era suficiente. Me golpeó y sacudió varias veces para poder
transportarme y, sin mayor problema, lo consiguió. Ya notaba como salían un par
de cardenales en el estómago y en los brazos, pero no era ni la mitad de
doloroso de lo que iba a pasar a continuación.
El tal "Sargento", me llevó hasta donde estaba el resto del
grupo.
-
Quédate aquí quietita y disfruta del espectáculo – me
dijo entre risas.
Todo iba a pasar y yo no podía hacer nada porque me tenía
prisionera de sus grandes brazos. Le
miré de nuevo, estaba ahí de rodillas pero ahora su actitud había cambiado.
Ahora me miraba con lágrimas en los ojos. Conocía su futuro y ahora le daba más
miedo. Quizás ahora tenía algo por lo que vivir.
Yo le miraba intentando zafarme de mi cautiverio. Pero era
imposible, ese hombre podría pesar al menos 80 kilos y medir 2 metros.
El jefe volvió a colocarse en la posición en la que le
encontré. Su mano derecha, firme y ruda, sujetaba la pistola en posición horizontal de nuevo
apuntándole.
-
¿Alguna última petición, escoria? – le preguntó
Él no respondió,
se mantuvo quieto y mirándome. Sus ojos brillaban como cuando había tenido una
idea perfecta, recordaba esa mirada, me encantaba. Sonreí porque él seguía
siendo el mismo a pesar de todo lo que había pasado. Él me devolvió la sonrisa.
¡PUM!
La pistola dio un estallido y la bala corrió directamente a
su posición levantando un polvo que no dejaba ver nada.
Todos los que estábamos al otro lado tosimos, incluso el
jefe lo hizo. Cuando todo ese polvo se disipó pude verle, allí estaba, tumbado en el suelo en posición fetal.
Por fin aquellas manos me liberaron. Corrí
sin pensar más hacía su lado. Me agaché, me quité la camisa y la apreté contra
la herida. Solo veía sangre por todos lados.
-
Te quiero, no mueras por favor…
Él consiguió mirarme y articular una frase.
-
Por favor, llévame dentro.
Teniendo en cuenta que estábamos en el patio trasero de su
casa, lo tuve claro. Lo cogí en brazos y me lo llevé casi corriendo. La sangre
seguía saliendo y yo no paraba de llorar. Se notaba ligero, quizás por la
cantidad de sangre que estaba perdiendo. Al fin llegamos a su habitación y lo
dejé posado en su cama.
-
Qué extraño todo ¿verdad? – me dijo sonriendo con la
voz entrecortada y casi sin fuerzas.
-
Tú, que te metes en unos líos… - le dediqué una sonrisa
aunque no podía dejar de pensar en lo que acababa de ocurrir. – por cierto,
¿dónde te dieron? – no veía la herida correspondiente en su corazón debido a la
cantidad de sangre que brotaba de algún sitio.
-
Estas mirando en el sitio equivocado – aún sonreía,
aunque esta vez empezó a toser cuando acabó de hablar.
Me señaló, como pudo, un poco más abajo, por el lado derecho
del ombligo. Ahí estaba. El hueco de la bala de plata que debía atravesar su
corazón.
-
Entonces, ¿no vas a morir? – lo dije con lágrimas en
los ojos, no lo podía creer.
El se rió como pudo.
-
Bueno, si llamas a una ambulancia quizás no.
-
Jajaj, que graciosito – me sequé las lágrimas con los
puños y me levanté para llamar por teléfono.
Mientras llamaba le seguía apretando en la herida, no se
fuera a desangrar. Recordaba la cara de aquellos hombres que tanto daño
hicieron... y todo por una tontería.
En el hospital, cuando ya estaba estable,
hablamos de muchas cosas. Lo que había pasado, mis heridas, sus heridas…y sin
venir a cuento me preguntó algo que no esperaba.
-
Entonces, ¿me quieres?
-
Si necesitas más pruebas es que eres un idiota.
-
Pues cambiaré la pregunta. ¿te enamorarías de un
idiota?
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